sábado, 21 de noviembre de 2009

El Rincón Brujo

(publicación original: 12 de octubre de 2007)

"Ven, mijo, pásale, esto no es nada, ¡es un cuartito sin chiste!"

Así anunciaba mi anfitrión nuestro ingreso inminente a la tierra prometida, al recinto que significaba el punto culminante de una noche que había empezado de día.

Estaba yo de visita con mi cómplice en casa de su padre, en un pueblo de casas de piedra rosa y jardines, más o menos cerca de Cuévano. La ocasión era una comilona pantagruélica de motivación política, en cuyos estertores me terminaron presentando al tío Coco, personaje encantador como un hobbit pero con un brillo en la mirada que me hacía pensar más en Sauron. Después de un par de horas de tenerme clavado a mi silla, inmóvil de risa con sus anécdotas, historias y filosofía pagana, me dijo, "Oye, tú no has ido a la casa, ¿verdad?" Mi negativa hizo que el tío llamara a voces a la cómplice, para decirle, "Mijita, ¿cómo es posible que no lo hayas llevado a la casa? Si ya sabes que es tu casa, mi amor. Es su casa. Los espero en un ratito por allá". Se paró y se fue.

La cómplice me dijo, "Acabas de recibir una invitación al Rincón brujo".

Empecé a sentir una emoción sorda cuando me di cuenta de que se refería a ese bar mágico, lugar de mil y una noches épicas que yo sólo conocía de relatos, que tenía vida propia pero cuyo acceso estaba condicionado a una invitación del Amo de las Llaves, quien, ahora caía en cuenta, era el tío Coco. Y esas invitaciones no eran nada frecuentes.

Al parecer, como al castillo de Krull, sólo se podía entrar de noche al Rincón, por lo que mientras esperábamos que se apagara el día nos dedicamos a buscar un talismán para otro de los rituales de entrada: un obsequio para la colección. Colección de qué, pregunté. Casi de todo, fue la respuesta. Tras mucho pensarlo nos decidimos por una cajita de cerillos de algún restaurante, que yo llevaba en el auto.

Salió la luna y nos fuimos para allá. Llegamos, después de buscar un poco, a una casa de terreno grande y muchos árboles. Vino Coco a recibirnos: "Mijita, bienvenidos, pasen por favor, están en su casa. Tiene tiempo que no venías, ¿verdad?" "Años, tío." "Qué barbaridad. No vuelvas a hacer eso. Miren, vengan, vamos a ver la casa", dijo llevándonos por un caminito guapo entre los árboles. La primera parada fue bajo una palapa, junto a una alberquita, con una mesa al lado, parrilla de carbón y un bar mejor surtido que el de muchos restaurantes. El espacio estaba tan bien logrado que parecía más de revista española de arquitectura que de provincia del altiplano."Aquí tenemos una barrita junto a la alberca, mijo. Ya sabes, vienen los nietos, les encanta estar en el agua, y si se nos antoja asar unas carnes o tomarnos algo aquí tenemos todo a la mano."

Luego nos llevó, otra vez cruzando el jardín, a un porche con chimenea, mesita de té, un par de equipales, un librero y otra barra, igual de surtida o mejor. "Cuando estamos solos mi mujer y yo, y está fría la tarde para nadar, prendemos la chimenea y nos sentamos aquí." Pensé que así me gustaría envejecer.

"¿Te acuerdas que allá atrás tenía unos puerquitos, mija? Pues ya era mucha bronca, así que tiré los chiqueros y pusimos una barrita... para cuando vienen los amigos, que podamos estar tranquilos tomando algo. Vengan."

Así que nos dirigimos al ex-lugar de las zahúrdas, donde a pesar de que pensé que iba a oler a estiércol, ya me esperaba yo un señor bar. Pero nada como lo que encontré.

Un tejadito inclinado y bajo salía de la pared y servía de cielo raso a un espacio de unos cuatro metros de fondo por tal vez diez de ancho. A la izquierda había un par de mesas de dominó, de esas con soportes de bajorrelieve en las patas para que el vaso y el cenicero no estorben el juego ni la circulación. A la derecha, mesas largas, con bancas corridas para sentarse. Al centro una barra espectacular, de madera tallada a mano, de altura perfecta, con un tubo horizontal a unos centímetros del piso para descansar el pie, con carril para deslizar los tragos, con orilla ergonómica, boleada y cóncava para acodarse, y un mejor surtido de alcohol y mezcladores que el de cualquier cantina del centro del DF. A contrabarra, un mueble con todos los vasos, utensilios y parafernalia que el bartender más exigente pudiera requerir.

Pero lo que me dejó helado fue la decoración. El detalle. Colecciones de objetos mundanos dispuestas con una destreza de curador de arte que hacían mágico el espacio. Un rincón brujo, pensé. Placas de auto europeas, pequeñas, de diferentes países y colores, pero todas de un tamaño, colgando en una pared. Botellitas de Coca-cola, todas de vidrio, de las pequeñas, pero cada una de edición diferente, en repisas de su tamaño. Muchas. Hierros de marcar ganado, todos con signo distinto, bordeando la pared donde empezaba el techo. Corcholatas de cerveza, sin repetirse, perfectamente dispuestas en una vitrina repleta de ellas, hecha a medida. Barajas. Postales. Ceniceros. Al menos, me enteré después, cien artículos de cada cosa. No se exhibían colecciones que no llegaran todavía a ese número.

Cuando expresé mi admiración, me dijo, "Nada, mijo. Cositas sin importancia. Chucherías que se van juntando con los años. Ven, vamos a servirte algo. ¿Qué quieres? ¿Una cuba?" Sí. Una cuba, por favor. "¿Cuba, cuba?" Y uno no le dice a un señor que tiene tres bares, y qué bares, en su casa, cuáles son las preferencias personales respecto a la preparación de las cubas, o las ideas propias respecto a cómo es una cuba, cuba. Uno dice sí, gracias. Cuba-cuba, por favor.

Pone en la barra vaso largo, también llamado jaibolero, con el logotipo del murciélago de Bacardí. Cuatro hielos cuadrados, grandes (de los transparentes, para que no opaquen), que llenan el vaso. Bacardí blanco (no mucho, porque amarga). Luego abandona su puesto y se va corriendo al jardín, donde oigo, sin ver porque está oscuro, cómo sacude plantas y dice, "Ay no. Ay no. Voy a quedar mal. Espérame. ¡Ya!". Regresa, radiante, con dos limones cuyo aroma me llega antes que ellos. "Es que con limón de la plaza no se puede, hijo. ¿Dónde se ha visto, una cuba con limón de la plaza? No, debe ser con limón de la mata". Corta un cuarto a lo largo, de modo que no lleve semillas, lo exprime en el vaso y deja ir también la cáscara (es para que puedas contar cuántas llevas y no se te pasen las cucharadas). Saca una botellita de Coca (debe de ser de vidrio, porque si es de plástico no sirve) y llena el vaso. Toma en la diestra un agitador, de murciélago por supuesto, lo mete hasta el fondo del vaso, y lo saca, sin agitar. Para que no se vaya el gas. Me pone enfrente la mejor cuba que me he tomado en la vida. Y me he tomado muchas.

La noche siguió, deliciosa, llena de risas y sentimientos buenos, en uno de esos ambientes escasos que sólo se cocinan con anfitriones impecables, compañía exquisita y espacios como deben ser los espacios. Yo estaba seguro que de algún modo estaba en el Rincón brujo, o al menos en su nueva ubicación, mudada a los chiqueros, cuando tres o cuatro limoncitos en mi vaso después, la cómplice dijo, "Tío, este lugar te quedó espectacular, pero ya llévanos al Rincón." Y así fue como finalmente llegué a atravesar el umbral con el que empezó la historia.

Cruzamos otra vez ese jardín de los senderos que se bifurcan. Saca el tío la llave mágica, abre la puerta roja. Entro a un cuarto, lo juro, más grande por dentro que por fuera, y me encuentro de pronto en otro mundo, un mundo de sobre estimulación de los sentidos y las emociones. La regla de al menos 100 artículos (que en el bar de afuera significaba 100 diferentes fierros de marcar, botellitas de coca, corcholatas) aquí adentro se seguía, por eufemizar, estrictamente. Fonógrafos de manivela. Cámaras de fotografía antiguas. Máscaras hechas a mano. Portadas de discos de vinil famosos. Cada cosa con un lugar, un espacio, un propósito. No un ático de trebejos, sino la colección preciosa de un conocedor. Un sueño surrealista.

A invitación del tío, cruzo una cortina discreta de cuentas colgantes, y me encuentro con aún otro cuarto, más pequeño y más impresionante: el cuarto del trono de este reino. El sacrosánctum. Mesa baja de mármol macizo. Barra de madera de apariencia prerrevolucionaria. Las colecciones más preciadas, más diestramente exhibidas. Éstas, con reglas específicas para su adquisición. Botellas de ron nuevas, con el sello intacto, de edición especial: 214 diferentes. Cartuchos extraídos de un arma cargada que alguien pretendió disparar pero se arrepintió: 106 diferentes. Colecciones completas de dados de cubilete, alguna vez jugados sobre mesa de cantina: 178 diferentes. Miniaturas de botellas de tequila, recibidas como obsequio: 142 diferentes. Balanzas pequeñas, de botica antigua, con los pesos completos: 114 diferentes.

La barra de ahí dentro, huelga decirlo, estaba suficientemente abastecida como para no tener que salir en tres días, más que a orinar. En algún momento se nos unieron la tía y sus dos hijos, todos tan completamente encantadores y felices como el tío. La cómplice me había advertido que en esa casa se tomaba como gente adulta, que tuviera cuidado. Que iba a entrar a la cueva de los lobos, y que si me distraía, me iban a comer de un bocado. Yo, que ya era mayorcito, me reí.

No fumo, pero no iba a ser yo quien rechazara un Delicado sin filtro en el Rincón brujo. Ni dos. Ni tres. Las historias fueron desde los espantos (estábamos tu tía y yo solitos en esa casita lejos de todo del municipio ese remoto a donde nos fuimos recién casados, sentados en el sillón, cuando clarito vimos cómo se levantaba la tranca de la puerta por dentro, ¡Ay güero!) hasta el soft porn (era un hotel en el Caribe de puros europeos, mijo. ¡Me harté de ver pechos al aire, me harté!), dichas con una seriedad absoluta mientras se retorcía los bigotes.

Yo trataba de contar los limones en mi vaso, pero sospecho que algún lacayo enano y sordomudo que seguramente vivía oculto tras la barra nunca los dejaba pasar de cuatro. Apareció una armónica, y después una guitarra. Cantamos a grito pelado todas las de José Alfredo. Las de Chavela. Las de Agustín. Bailamos. Declamamos.

No sé cuántos días y cuántas noches estuve ahí adentro, porque al Rincón Brujo la luz del día no se atreve a entrar. Pero cuando salí, el sol estaba alto en el cielo.

Recuerdo vagamente que cuando llegamos de regreso a la casa donde debería yo haber sido modelo de conducta recatada y prudente, iba muy, muy, muy, muy borracho y totalmente feliz. Su padre, taciturno, preguntó a la cómplice dónde habíamos estado.

"En el Rincón Brujo."

"¡Ah!" dijo, comprendiendo inmediatamente. "¡Ja, ja, ja, ja!"

Yo, desde entonces, llevo en la guantera del auto una botella de ron rara que compré en Colombia, nueva y sellada. Si vuelvo a recibir invitación, no quiero que me falte salvoconducto.

1 comentario:

  1. Ya debería saber que gracias a mis asimetrías psiquiátricas puedo cargarme de energía con una canción, una buena copa de vino algún rincón como ese... que no sólo es pura nostalgia.

    No importa, se ve que aún conservo algún tipo de retorcido misterio después de tantos años. (Cada día quiero más ciertos salvoconductos).

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